Catorce. Magnum

Volví a la realidad, súbitamente sobresaltado por lo que me parecieron unos pasos en el exterior, ya bien entrada la noche. Lo hacía con gran sigilo, pero era indudable que había alguien merodeando en torno a mi guarida. La lluvia de la tarde me había provocado desagradables estragos y el pecho me dolía como si una leona en celo hubiese estado hurgando en él con sus sucias garras buscando mi aterido corazón. Por otra parte, la cabeza me dolía con crueldad inusitada; “maldita resaca” -pensé. Pero lo apurado de la situación requería que no me distrajese con minucias sin mayor importancia. Tambaleándome y completamente a oscuras, fui hasta el dormitorio y rebusqué entre mi somero equipaje mi viejo pero siempre resolutivo Smith&Wettson Magnum 357. Lo había adquirido hacía ya muchos años en una subasta tras haberme enamorado de él al instante de haberlo visto en manos de Harry el sucio.

La tormenta había cesado y afuera lucía una luna llena propia de los mejores versos de un poeta romántico. Tal circunstancia, unida a que en el interior, probablemente debido a un fallo en el suministro eléctrico, reinaba una oscuridad absoluta, me otorgaba una mínima ventaja sobre mi desconocido e inquietante enemigo. O eso, al menos, pensé. Calculo que me tomó una media hora evaluar, sin resultado alguno, la situación en el exterior desde todas y cada una de las ventanas.

Sabía que no era una buena idea, pero qué otro remedio tenía. Así que, finalmente, revólver en mano, salí al porche al grito de “¡QUIÉN COJONES ANDA AHÍ!”. Y allí, tranquilamente sentada en una de las dos mecedoras que flanqueban la entrada, estaba, como siempre esplendorosa, Susan Martin.

-¡Vaya!, Leno -me espetó, entre sonoras carcajadas- tienes un aspecto deplorable.

Estupefacto, no podía articular palabra y en mi aturdida mente sólo había cabida, al modo de una oruga deslizándose corrosiva por su masa encefálica, para aquel insólito sueño, que ya comenzaba a mudarse recurrente, sobre el dinosaurio.

-Veo -continuó- que sigues conservando en perfecto estado de revista tu enorme y anticuado revólver. Hace mucho que no lo usas, ¿verdad? -dijo con voz melosa y un más que evidente doble sentido.

-¿Cómo has podido dar conmigo? -pregunté justo antes de que una tos áspera e incontrolable hiciese que me doblase de dolor sobre el estómago.

-Querido, en cuanto te vi salir tambaleándote y con ese ridículo disfraz de chino, de aquel tugurio de mala muerte, supe que eras tú. ¿A qué otro sino a Ralph Leno se le podía haber ocurrido la estúpida idea de tratar de ocultar su identidad de un modo tan esperpéntico? Más tarde, seguirte fue coser y cantar. Pero hablemos de otras cosas; has vuelto a darle a la Cruzcampo a lo bestia, ¿cierto? No, no deben de irte nada bien las cosas.

-No creas, no puedo quejarme. Y hasta esta tarde, hacía meses, quizás más de un año, que no probaba ni gota -respondí mintiendo y tratando de controlar la cólera que comenzaba a desatarse en mi interior. Y tú, qué, ¿sigues todavía follándote a ese viejo hijo de la gran puta de A.C. Married?

-Oh sí, debes saber que, aunque nada comparado con el tuyo, también posee un enorme y cálido cañón -dijo socarrona-. Aunque ya sólo dejo que me dispare muy de cuando en cuando, ya sabes que me aburre estar demasiado tiempo expuesta de manera exclusiva a la misma artillería. Pero ¿qué te parece si continuamos esta conversación del todo informal, sin interés profesional, ya sabes, en el interior. Creo que no te vendría mal tomar una ducha caliente y ponerte algo más cómodo y seco.